DOSSIER DE CINE BRASILEÑO (III): LA ESTÉTICA DE LA VIOLENCIA
Parte III: CINE ACTUAL – LA ESTÉTICA DE LA VIOLENCIA
Guiando el sueño de la instauración de una moderna producción cinematográfica, Brasil se fue industrializando. En Río estaba Embrafilme, el órgano estatal responsable de la distribución y coproducción de films durante los últimos años de la dictadura y los primeros del régimen democrático. En los últimos tiempos, entrados los años ‘80, casi la mitad de los films brasileños de todo el país son distribuidos por la empresa municipal Riofilme –terminando por ser exhibida en algunos cines de la Zona Sur carioca (el área tradicionalmente más pudiente de la ciudad) y en un circuito nacional bastante restringido (sólo pocos cines en otras tres o cuatro ciudades). Y más allá del hecho -común a nivel mundial- de que más del 80% del mercado cinematográfico está dominado por films de otro país, las películas producidas en el Brasil, en su gran mayoría, no son exhibidas en televisión; son vistas por pocos y requieren recursos públicos, directos o indirectos, para continuar produciéndose. Sin discutir el mérito de dichos recursos, cabe notar que los sueños de industria quedan supeditados a las subvenciones del gobierno.
Estación central de Brasil resultó un quiebre en la historia del cine brasileño, un punto de inflexión para reconstruir su propia historia, una historia de arraigo social y compromiso ideológico con sus obras y con su público. El éxito fue inmediato, respaldado por dos nominaciones a los Oscar: a la mejor actriz principal y a la mejor película en habla no inglesa. Walter Salles, un cineasta nacido en Río de Janeiro y de formación en el background documental, es el responsable de la realización y quien aportó la idea que dio origen al magnífico guión que hoy todos conocemos. En él se depositaron todas las esperanzas, convirtiéndolo en el cineasta elegido que despertara del letargo al somnoliento cine brasileño de los últimos años, lejos de la creatividad del Cinema Novo de los '50 y '60.
Por este motivo, algunos estudiosos no han dudado en calificar su estilo neorrealista como "Novo Cinema Novo". Radica la enorme fuerza de la película en su capacidad para plasmar, a través de unas esmeradas imágenes y unos sencillos diálogos, el poder redentor de las relaciones humanas. Y esto lo consigue Salles -a lo largo de los 106 minutos que dura la película- recogiendo con su cámara diversas realidades de un Brasil menos conocido, bien alejado de los ambientes carnavalescos y frívolos que a veces distorsionan la visión de su querido país: "Prefiero retratar la vida real de la gente", ha afirmado el director. Pero tampoco ha cedido a la tentación de presentarnos la imagen de "país hundido en la miseria y la violencia, y en el que nada puede cambiar. Es mentira que no pueda cambiar", como él mismo asegura. El director huye de la frialdad de ciertas producciones de cine social, dotando a su película de una particular emotividad. Se trata de una cinta, en fin, en la que palabras como ternura, piedad, amistad, tolerancia adquieren protagonismo central. La importancia en la práctica de la solidaridad hacia el prójimo y una simpleza que se impone: basta con solo mirar "al de al lado".
Ciudad de Dios represento un salto de calidad, una apuesta arriesgada, impactante, una auténtica declaración de principios. Un estandarte por medio del cual Brasil se reencontraba como potencia mundial cinematográfica. En la película se narra la vida en las favelas desde finales de los años ‘60 hasta mediados los ‘80, relatando las vivencias de la infancia y adolescencia de un grupo de chavales que malviven en Cidade de Deus, un suburbio marginal de Rio de Janeiro donde la violencia, el narcotráfico y el aprisionamiento vital entorno al surgimiento de bandas mafiosas locales, corroe la existencia de unas generaciones que se ven envueltas en guerras y crudas realidades.
A Fernando Meirelles, tal dilema se le apareció también en forma inquietante sobre un mundo, el de las favelas y los desheredados de Río de Janeiro, que se le atañía lejano por su condición de clase media-alta. El libro homónimo en el que se basa la película, escrito por Paulo Lins, le abrió los ojos que tenia vendados, como la mayoría del entorno donde vivía, aunque había visto en los informativos y los diarios noticias a borbotones sobre crímenes brutales perpetrados por niños y adolescentes que crecían en un infierno sin salida ni posibilidad de escape. Su inmersión en tal caverna la hizo con la total convicción de testigo ocular denunciante y con la aquiescencia de ese microcosmos donde el poder de las mafias tiene la última palabra.
El desahucio moral de estas familias que son apartadas a Cidade de Deus como última suerte de poder vivir, es narrado de forma impecable por una estructura típica de las historias de “ascensión y caída de...” a lo Scorsese en los films de gangsters. Cada niño con su respectiva arma de fuego bajo el brazo, una pieza clave para poder salir de tal vida infernal, la historia nos acerca verídicamente a una realidad reconocida (lamentablemente como tantas otras) ante el peculiar, íntimo, cercano y cinematográficamente brillante asalto de Fernando Meirelles a la conciencia general, se nos da la última y valiosa prueba de una denuncia alarmante. La de una palpable existencia donde los puntos de la honestidad, la corrupción, el amor, la violencia, la amistad y la muerte se hallan enfrentados y se desgarran por causas de roce de una vida trágica de principio a fin, que como en los cuentos, el destino y la superación humana resbalan en la cruel realidad surgiendo un sueño que puede ser verdad.
El encontronazo con el cine de alto voltaje de este brasileño, capaz de acelerar y pausar, y agilizar a su antojo esta sucesión histórica de momentos claves en ese imperio de la contemporánea degradación social que es Ciudad de Dios, no sólo parte de la simple y vieja forma del cine de denuncia social, sino del virtuosismo, la personal intertextualidad, que plantean tal problema con desgarradora fuerza que acerca el Mal hacia el destino y la salida de tal pozo nauseabundo, y gracias a los espejos funcionales, abruptos en su veracidad, y con talento y descaro interpretativo, de unos jóvenes, que en el film juegan a ser ellos mismos. La película se mira a si misma y ve reflejada la camada cinemanovista de los ’60, con sus respectivas texturas y estéticas que dibujan una Rio agobiante donde el tiempo parece haberse detenido en sus miserias de hace medio siglo.
En lo que se refiere al aspecto formal, estamos hablando de una película arrolladora. La película ni bien comenzada se adentra en un torbellino de imágenes y música que son una verdadera lección de dirección dinámica, montaje y composición de escenas. Todo un manifiesto a la hora de situar al espectador en ese lugar expectante desde donde ver la historia y vincularse con ella, adentrándose en sus submundos, convirtiéndose en uno más. Es por ello también que, aunque no abunden los planos subjetivos, la implicación con la historia es tal que en muchas ocasiones tenía uno la sensación de no ser un espectador de cine sino un vecino más de la favela que estuviera siendo testigo directo de los hechos narrados y que estuviera también decidiendo en qué bando le gustaría militar.
Debe entenderse Ciudad de Dios como una especie de reproducción a escala de un estado. Los habitantes de la favela-estado viven completamente apartados del resto de la ciudad (las escenas que tienen lugar fuera de la favela son muy escasas) que consideran casi como un estado extranjero al igual que el resto de la ciudad considera a la favela como un cuerpo ajeno a ella. Dentro de la favela-estado, la autoridad exterior es prácticamente inexistente y la policía sólo aparece para cobrar, de tal manera que los habitantes de Ciudad de Dios, de un modo casi natural, se ven obligados a desarrollar sus propias estructuras de poder y autoridad en un territorio donde no existe ninguna otra ley que la que ellos mismos se impongan.
De igual modo pues que en un estado medieval hay tribus lideradas por dictadores que luchan entre sí por conquistar el terreno del otro y que tratan de recabar para su causa a la mayor parte de adeptos posibles y que se ven además sometidas a los habituales juegos de alianza y traición. El comportamiento arbitrario de los líderes de las tribus, a veces justo, a veces cruel, a veces decididamente psicótico, tampoco se diferencia mucho de los líderes de los estados y pruebas abundantes de ello hay a lo largo de la historia. En resumen, se trata de un ejemplo de cómo la ausencia de libertad, seguridad y bienestar económico consigue que el pueblo abandonado a su suerte necesite la reproducción a escala de esas mismas estructuras de las que carecen, aunque sea de una manera tosca, defectuosa y salvaje.
Y luego llegó Carandirú, de la mano del argentino Héctor Babenco. Sin quererlo se convirtió en una continuación de los mundos marginales retratados en Ciudad de Dios. De las favelas a las cárceles, otra válida denuncia al sistema. Carandirú aporta a la discusión sobre el disciplinamiento, la sociedad del control y la supuesta connotación de alguna forma de crítica social al "orden" legitimado por la dinámica de la modernidad. Analizando brevemente el instigante film, se presenta una intención por delinear algunas características que actualmente adquiere la regla social y el cambio de perspectivas en las sociabilidades que pasan a actuar, aparentemente, a partir de una transición de una sociedad del disciplinamiento hacia una del control. Viraje interesante, que advierte el juego sociocultural que lanza a nuestras sociabilidades al escepticismo, la contingencia, la multiplicidad de escenarios sociales y los posibles espacios y destinos de la crítica bajo situaciones eventualmente posmodernas.
Carandirú se presenta como un escenario donde sus encuadramientos institucionales parecen siempre estar viviendo en sus límites, en una tensión continua. Un título de un maestro veterano en la historia del cine brasileño, realizado de forma clásica, sin interferencias estéticas demasiado sofisticadas. Es un film ambicioso, que pretende dar un cuadro general de centenas de presidiarios que vivían en condiciones miserables en el complejo carcelario Carandirú, antes de la gran rebelión del mes de octubre de 1992, en la que fueron asesinadas por la policía 111 personas privadas de su libertad.
Carandirú trata temas como la violencia, la pobreza, el crimen y la marginalidad, pretendiendo no estetizar la miseria y la exclusión. Con un lenguaje más discursivo y de menos explotación de la imagen, menos vertiginoso y más proclive a generar reflexiones espontáneas en el espectador, el film contextualiza la violencia y las injusticias humanas a partir de un realismo artificioso (aunque parezca paradójico) nutrido de las historias de vida que los personajes-presidiarios relatan delante de la cámara. La reiterada referencia a ciertos aspectos de la "naturaleza humana" y la dinámica social de Brasil, son sin dudas objetivos políticos de un director que deja ver sus ideas al respecto.
Esto, sin duda, no es problema alguno para un film que fue pensado para ofrecer tales efectos. Lo que interesa aquí es transformar a Carandirú en una metáfora sociológica para poder ser pensadas algunas cuestiones relacionadas a las lógicas institucionales propias de la dinámica de la modernidad en la actualidad. La propuesta es pensar algunas categorías de análisis que han sido contextualizadas bajo criterios algo equivocados en el film. Pensar sobre la producción y reproducción de las reglas sociales, de la crítica y el orden social, nos conecta con sociabilidades que deben reconsiderarse porque, según aquí se expresa, no puede confundirse aquellas que pueden manifestarse dentro de un presidio, a partir de una supuesta lógica de la disciplina, y las que tienen lugar fuera de él. Por eso, la relación entre individuo y ambiente (presidio y presidiario) y la relación entre sujeto y sociedad se presentan no muy bien caracterizadas para los tiempos actuales de las sociabilidades latinoamericanas.
Casi al mismo tiempo y aprovechando este fulgor creativo, el cine brasileño nos reservaba otra sorpresa. Estrenada fuera del circuito comercial y sin hacer mucho ruido llegaba una joya fílmica de las dimensiones de Madame Satã. El film narra la historia de João Francisco dos Santos, alias del homónimo que da titulo al film, famoso drag queen de los años ‘30 que se convirtió en icono del carnaval de Río de Janeiro hasta el año de su muerte, en 1976. Criado en las favelas, inmerso en el alcoholismo, la prostitución y la delincuencia, el travesti se las arregló para alcanzar reconocimiento entre los suyos e incluso ante una sociedad pacata, empeñada en martirizarlo y anularlo.
El espíritu de denuncia impregna a un film que impacta mediante su puesta en escena, cuyos colores y ritmos autóctonos le dan dinamismo y energía a una narración que evita cualquier atisbo de hipocresía y sensacionalismo. Hay escenas fuertes, sí, pero enmarcadas por un contexto que va más allá de la intimidad de una persona. Por lo tanto, la contundencia de ciertas imágenes está al servicio de una pintura social y casi épica. También responde a criterios estéticos innegables. Sin dudas, el nuevo cine brasileño tiene en Madame Satã una tarjeta de presentación valiosísima.
Alzándose con el Oso de Oro que la Berlinale les concedió en 2008, no pudo haber existido mejor carta de presentación para Tropa de élite. Otro exponente surgido del underground de Rio, es el perturbador y sorprendente debut de José Padilha, una película con vocación documental que muestra un panorama desalentador sin ningún afán moralista. Se inscribe en la senda de la crítica social como ya lo hizo Ciudad de Dios casi de forma pionera para la nueva generación dorada. Basada en el libro homónimo de Luiz Eduardo Soares, André Batista y Rodrigo Pimentel, el film denuncia la corrupción, la violencia, los asesinatos y ejecuciones, moneda corriente en la megalópolis que es Rio de Janeiro.
El Capitán Roberto Nascimento tiene bajo su mando una unidad del Batallón de Operaciones Policiales Especiales (BOPE). Corre el año 1997 y el Papa Juan Pablo II ha anunciado su próxima visita a Rio. Comienza entonces una operación de cuatro meses cuyo objetivo es sanear la favela Providência bajo la consigna de que ninguna bala perdida deberá molestar el sueño de Su Santidad durante la estancia. La voz en off de Nascimento nos va describiendo el trabajo del batallón en un entorno en el que la corrupción es norma, así como su situación personal, atormentada por la presión y el miedo a la bala perdida ahora que va a ser padre. El BOPE, cuyo símbolo es una calavera blanca en fondo negro cruzada por dos pistolas y un machete, fue creado en un principio para combatir los secuestros, pero con el tiempo se reenfocó para lidiar con los narcotraficantes reyes de las favelas.
Los hombres de negro son elegidos meticulosamente entre policías honrados que superan las duras pruebas físicas y psicológicas de los entrenamientos a los que son sometidos para integrar la unidad. Su brutalidad es conocida así como su incorruptibilidad. Actúan como un comando militar entrando en las callejuelas de las favelas con extremado sigilo y terrorífica eficacia. La realidad es que sólo ellos penetran en las favelas. La policía, mal preparada para este tipo de guerra, ha preferido desviar sus esfuerzos en los trapicheos para redondear un sueldo mísero, llegando incluso a entablar verdaderos negocios organizados de tráfico de armas con los propios narcos.
El BOPE tortura, asesina y ejecuta. Es un ojo por ojo aceptado, limpio incluso, cuando no hay imprevistos, unos “héroes” que representan la barrera infranqueable y vital entre las clases media y alta y la pobreza más absoluta. La corrupción política e institucional está enraizada a todos los niveles y las reglas del juego parecen intocables. Los policías honestos acaban corrompiéndose para poder salir a flote, sin duda una exigencia del sistema al que pertenecen. Y en las favelas la única fuerza motriz es el narcotráfico.
Tropa de élite es un film rápido, molesto, violento e impactante, con un guión ágil, exacto y efectista. Pero sobre todo está hecho con una más que respetable dosis de honestidad. Una película imprescindible que refleja la realidad y la hipocresía imperante, que abre también el debate sobre esa parte de las clases privilegiadas que se queja de la corrupción pero la utiliza, de la violencia pero la alimenta aceptando el sistema, comprando incluso la droga que consume parapetada en sus barrios inmaculados mientras los niños caen abatidos por estar en el sitio equivocado a la hora equivocada.
No tenemos por esto mayores puntos de contacto con el cine mundial. El Cinema Novo es un proyecto que se realiza en la política del hambre, y sufre por eso todas las debilidades consecuentes de su existencia. Películas como las aclamadas Ciudad de Dios o Tropa de élite llevaron la violencia de las favelas brasileñas a las pantallas de todo el mundo y fueron éxitos de público, pero también atraparon a las producciones de Brasil en un género del que luchan por distanciarse.
Según los expertos, con Ciudad de Dios se disparó el consumo de historias derivadas de una realidad llena de violencia, y abrió la puerta para que ese género se convirtiera en la representación de Brasil en el exterior, al punto que cualquier producción sobre otras temas sufre para destacarse en el mercado externo. Los temas que interesan al mercado extranjero para el cine hecho en Brasil todavía son los que reproducen las noticias más comunes sobre el país. ¿Qué más podría esperarse de en un país en el que la miseria y la violencia todavía son problemas graves? ¿Un cine que ignore esas cuestiones, si el cine finalmente es, y lo ha sido desde el mudo, la manifestación de sus pueblos?
Durante décadas la imagen de Brasil fue la samba, el fútbol y el carnaval. Ahora es la favela. La prensa extranjera registró eso y la favela se tornó un estigma, un deseo del público extranjero. Hay un folclore por detrás de ese tema en el exterior. La pobreza es tratada como exótica, es como un zoológico humano. Eso no disminuye la parte de responsabilidad de Brasil en la propagación de este género, sea en razón de las ganancias económicas, sea en pro de una mejora de cuestiones sociales, ya que esas producciones incluidas en la llamada "cosmética del hambre", atraen el interés del público, poniendo en tela de juicio si la realización de tal película es para vender o por fines artísticos.
Entonces la discusión abarca otro punto y la se torna más fina. ¿Está mal hacer películas para vender? En definitiva, el cine también es un producto. Actualmente son producidos filmes de ese género tanto porque son exitosos como porque es importante mirar a las clases más pobres. De todas maneras las modas son pasajeras y el tema de la violencia en el cine brasileño comienza a dar señales de desgaste. Y así como es posible llevar el tema favela al exterior con otros abordajes, el cine brasileño conseguirá probar su potencial en producciones de diferentes géneros. No hay dudas de que Brasil ya ha trascendido sus propios limites. Hace tiempo hubiera sido impensable, pero sus talentos han desembarcado en Hollywood, filman para los grandes estudios y se rodean de estrellas. Walter Salles con Diarios de Motocicleta y Dark Water, va desde el registro biográfico de un personaje como Che Guevara hasta adaptar un clásico del terror nipón, respectivamente. Por su lado Fernando Meirelles incursiona en el thriller político con El jardinero fiel y adapta una novela de José Saramago en A ciegas. El próximo paso será continuar mostrando la calidad de los filmes brasileños, convenciendo a los mas escépticos que el cine nacional carioca puede ser y hacer de todo lo que se proponga.
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