NUEVA YORK ERA UNA FIESTA - 'EL GRAN GATSBY', de Baz Luhrmann
EL GRAN GATSBY - The great Gatsby (2013) de Baz Luhrmann
La idea de llevar a cabo esta nueva adaptación de El gran Gatsby le surgió a Baz Luhrmann mientras escuchaba el audiolibro a bordo del Transiberiano. La escena ya es de por sí osada (¿audiolibro? ¿Transiberiano?), pero no extraña a nadie. Al fin y al cabo, la suya es una carrera de extravagancias y aspavientos conducida con mayor o menor acierto por la vía de la saturación sensorial. La novela de F. Scott Fitzgerald sobre la efervescencia de los años veinte se ajusta como anillo al dedo al paradigma romántico que ya ha tanteado el director en su mejor vertiente, la de la tragedia amorosa de Romeo + Julieta y Moulin Rouge, frente al melodrama engolado de Australia. Efectivamente, la historia de Jay Gatsby (un Leonardo DiCaprio que sale mejor parado que sus compañeros de reparto) encierra desde la culminación del sueño americano a la imposibilidad de revivir el pasado, el miedo al vacío existencial, la búsqueda infructuosa del amor platónico y el desánimo general fruto de la crisis económica –sea la del crack del '29 o la de Lehman Brothers–, materia prima más que suficiente para que el director australiano despliegue su maquinaria neobarroca y lo traduzca en lujo, drama, pasiones desaforadas y art decó bajo una única premisa: más es siempre mejor.
La voz en off de Nick Carraway (Tobey Maguire) encerrado en un sanatorio, en la única licencia narrativa que se permiten el director y Craig Pearce, su guionista habitual, nos guía por la historia del misterioso Gatsby, nuevo rico de fortuna inopinada que se instala a las afueras de Nueva York con un único objetivo: recuperar el amor de la joven Daisy (una pavisosa Carey Mulligan sin demasiada sangre en las venas) a golpe de suntuosas fiestas que llamen su atención y no tanto la de su marido Tom Buchanan (Joel Edgerton). Carta blanca pues para el delirio epiléptico a base de vertiginosas imágenes en 3D tan intrascendentes como efectivas, trucos visuales por doquier, lentejuelas, dorados, plumas y una escogida banda sonora que, como suele sucederle al director, funciona mejor fuera que dentro de la pantalla –subrayar el clímax dramático con música de Lana del Rey no es algo con lo que Fitzgerald estaría de acuerdo–. Habría que preguntarle a Luhrmann por esa obsesión tan suya de retorcer los códigos hasta tal punto que, de borracho que aparece su discurso, consigue ver en la celebración de la vulgaridad la máxima sublimación del glamour. Para muestra, las impecables colaboraciones de Miuccia Prada, Tiffany’s y Brook Brothers en el diseño de vestuario de Catherine Martin –nominación al Oscar cantada, extensible también al diseño de producción y canción original– para una película que, no obstante, parece concebida más bien al gusto de Versace, muerte en piscina dorada incluida.
Lo cierto es que en su entretenida primera mitad, Luhrmann consigue contagiar el estado febril de esos años bañados en champán, fuegos artificiales y Charleston previos a la gran depresión, así como subrayar el interesante componente homoerótico que existe entre un fascinado Nick y un atormentado Jay. Pero es el amor frustrado que este último siente por una Daisy apocada y caprichosa la que marca la pauta final. De hecho, el reencuentro de los amantes en la casa de Nick a la hora del té –entre patético, adolescente y tierno como la escena de la pecera de Romeo + Julieta– tiene hechuras de comedia clásica y, por un momento, parece que Luhrmann va a renunciar al barroquismo para dotar de cierto sentido dramático a tanta pompa y circunstancia.
Dura poco. Su pulso se calma tanto con respecto a la primera hora que el amor exaltado deja paso a la derrota amarga y forzada de unos personajes reducidos a su más mínima expresión. El drama decadente de Gatsby y Daisy aparece ya sobrexplicado y hasta infantilizado, rebajando la sofisticación de los personajes creados por Fitzgerald en la que, sin embargo, puede ser la adaptación más pegada al texto original que exista hasta el momento –el director llega a imprimir las palabras en la pantalla, cuando no calca los diálogos en boca de sus protagonistas–. En consecuencia, el interés decae y sus cerca de dos horas se antojan excesivas. Y es que a Luhrmann se le tolera y celebra ese frenesí pop de nula pretensión dramática que únicamente busca la diversión más superficial y fugaz, pero nunca el tedio. Al final, queda la sensación de que El gran Gatsby es esa fiesta de nuevo rico que criticas por ruidosa, excesiva y trivial, pero a la que te encantaría haber sido invitado.