BUSCANDO EL CALDO DE CULTIVO – ‘LOS CABALLOS DE DIOS’, de Nabil Ayouch
LOS CABALLOS DE DIOS – Les chevaux de Dieu (2012) de Nabil Ayouch
Ni las sucesivas intifadas, ni el 11-S, ni la matanza de Charlie Hebdo ni los recientes atentados en Túnez constituyen hechos aislados, ni el marco en el que se encuadran se puede discernir con explicaciones simples. Así y todo, los diferentes actos de esta "amenaza global" que es el terrorismo yihadista son llevados a cabo, en última instancia, a nivel local, y es ahí donde se deben buscar las razones particulares, más que en estrategias geopolíticas y en teorías conspiranoicas. Quienes aprietan el gatillo, el detonador, llevándose su propia vida con ellos en muchas ocasiones, no son ni magnates petrolíferos desde su despacho, ni ancianos líderes religiosos desde su mezquita en La Meca o Teherán, son chavales de orígenes humildes, cuando no directamente míseros, y es ahí, en ese contexto local y específico, donde el marroquí Nabil Ayouch sitúa su relato de los hechos que condujeron a los atentados suicidas de 2003 en Casablanca.
En las profundidades de "Casanegra", muy alejadas en lo físico y lo conceptual de ese multiculturalismo de la metrópolis magrebí (elitista y lleno de contradicciones, con una proyección exterior deformada por un mito fílmico sin ningún referente real de la ciudad), en uno de esos bidonvilles al más puro estilo de las favelas de Ciudad de Dios (o de la madrileña Cañada Real Galiana, sin irnos más lejos) crecen los niños en una situación de permanente miseria, de picaresca como modo de vida, de la violencia del más como única herramienta de arbitraje social, consecuencia de la inacción de una policía corrupta. Caciquismo y caudillismo local, en su esencia gansgteril más cotidiana. La inserción escolar brilla por su ausencia. El cineasta no saca el tema del yihadismo hasta bien pasado el ecuador de la película, describiendo sin miramientos la infancia, adolescencia y entrada en la edad de unos chicos cualquiera de barrio marginal, porque sabe, y así nos lo transmite, que sólo en un contexto de tales características es posible que unos jóvenes, por muy poco futuro que les espere, decidan dejarlo todo, absolutamente todo, por un ideal deformado por el mal camino.
El terrorismo no deja de ser otro tipo de guerra, y como en cualquier guerra, en cualquier parte del planeta y cualquier momento de la historia, son los individuos humildes, las clases populares y los desheredados de la tierra, sea cual sea el dios en que crean, quienes engrosan la carne de cañón y las primeras líneas de fuego, no los ideólogos que inducen las confrontaciones ni los magnates que recogen los beneficios de las mismas. Sí, esa lucha de clases, más vigente que nunca, que algunos se empeñan en tildar de caduca. Y en ese microcosmos de miseria y rabia, sin apenas esperanza de un mejor porvenir y sin referentes sociales y éticos a los que agarrarse, la religión supone el único faro de guía, la única fuente de luz. Basta entonces un pequeño elemento desviado para que el fantasma del fanatismo se propague por las almas de unos jóvenes que ven en el martirio su única oportunidad de erigirse en héroes y dar algo al mundo, aunque realmente se lo estén quitando.
Ayouch explora con buen pulso y un estilo de corte neorrealista por momentos el caldo de cultivo en el que se forjan las fuerzas ejecutoras, a nivel local, del terrorismo global. Un estreno que llega con retraso (una vez más) a nuestras pantallas, pero que aterriza en el momento más oportuno para dotar de sentido y explicación (que no justificación) la sinrazón que vivimos en este mundo contemporáneo, en el cual acaba de celebrar su primer aniversario una barbarie estructural de la talla del Estado Islámico.