ESA BESTIA INDOMABLE – ‘EL EDITOR DE LIBROS’, de Michael Grandage
EL EDITOR DE LIBROS – Genius (2016) de Michael Grandage
Los editores de libros son figuras enigmáticas. Casi nadie conoce sus nombres ni sabe exactamente a qué se dedican, pero existe constancia de que ahí están, detrás de cada libro, reordenando, puliendo, maquetando o vete a saber qué. Algunos se dedican, suponemos, a buscar una nueva saga juvenil con la que romper el mercado. Otros, intuimos, viven al acecho de carne fresca, joven talento esperando a ser descubierto. Alguien tuvo que descubrir, digo yo, a F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Thomas Wolfe. Esa me la sé: fue Max Perkins.
Me la sé porque he visto El editor de libros, claro, si no de qué. Porque la película del debutante Michael Grandage se centra en el personaje de Perkins, interpretado por un Colin Firth demasiado británico en esta ocasión, tan comedido que resulta en ocasiones irritante. Por su vida desfilan los ya mencionados Fitzgerald (Guy Pearce) y Hemingway (un Dominic West que merecía muchos más minutos en pantalla), pero el verdadero centro de atención, el amo de la barraca, es el ilustre, desquiciado, genial, salvaje Thomas Wolfe, al que da vida un Jude Law tan pasado de rosca que bien podría rascar una nominación al Oscar.
Estamos ante una obra bien planteada y de factura académica, expertamente escrita por John Logan (guionista de, entre otras, de Gladiator, Skyfall o Sweeney Todd) y con un reparto a priori de lo más apetecible donde hacen acto de presencia, además de los ya mencionados, Nicole Kidman y Laura Linney (¿en qué momento Hollywood se olvidó de esta inmensa actriz que contiene más talento en una ceja que la mitad de los actores que desfilan incesantemente por la cartelera?). Con estos ingredientes, la película no podía ser mala. Y no lo es, en absoluto. Tiene interés, ritmo y las suficientes referencias literarias como para resultar atractiva. Y sin embargo...
¡Ay, qué difícil es mostrar la pasión en el cine! Cuando se trata de pasión amorosa suele bastar con un par de besos y unas cuantas carantoñas. Pero la otra pasión, la artística, la que lo desangra a uno por dentro, la obsesiva búsqueda de la genialidad, la inmortal, la que, como El Teatro Mágico de El lobo estepario, cuesta la razón, esa... esa es difícil de plasmar. No basta con mostrar algunos clichés como el alcohol, las prostitutas o las montañas de hojas compulsivamente escritas a mano. Hay que proyectar locura, hay que hacer sudar, hay que arrancarse las vestiduras... y El editor de libros está demasiado engominada para atreverse a perder la compostura.
Demasiado entretenida para ser mala, demasiado prudente para ser buena. Uno sale del cine pensando que esta historia merecía más y que, de tratarse de un libro, Max Perkins difícilmente habría accedido a publicarlo.