VEINTE AÑOS NO ES NADA, AMÉLIE POULAIN
Ya sea porque lo diga Einstein o porque lo cante Carlos Gardel, el tiempo, en cuanto a su percepción, es una variable relativa. Y como toda percepción, un acto profundamente subjetivo y, por ende, revestido de una fortísima carga simbólica en función de los recuerdos y las vivencias propias.
Amélie se estrenaba en España un día como hoy hace veinte años, tras haber arrasado en la taquilla de su Francia natal. A título personal, no supe de ella por aquel entonces más que por un hecho bastante amargo relativo a mi ciudad de nacimiento y residencia, Pontevedra: fue la última película que proyectaron tanto el Cine Gónviz (hoy en día un Zara Home) como el Cine Victoria (actualmente un H&M), las dos primeras salas de la ciudad que sucumbían ante el de los entonces recientes cines multisala de Vialia, centro comercial ubicado en la estación de tren. Pocos años más tarde acabarían capitulando también los (más modestos) multicines de la calle Blanco Porto. Desde entonces no ha vuelto a abrir una sala de exhibición convencional en el centro de la ciudad. Desde esta perspectiva concreta, veinte años sí parecen una barbaridad.
Aquí un servidor, que entonces no era más que un adolescente presa fácil del cine de superhéroes y las comedias gamberras, desconocedor del destino cinéfago que le aguardaba unos años más tarde, no se acercó hasta esta joya universal hasta algunos años más tarde, a las puertas de la veintena. Ya ha llovido a su vez otro tanto desde entonces (también literalmente, que estamos hablando de Galicia), pero siguen pasando los años y los visionados y la obra maestra de Jean-Pierre Jeunet ahí sigue, a día de hoy, entre mis cinco películas preferidas, sin discusión. Y lo digo con toda convicción y sin ningún atisbo de discreción.
No hay más que ver cómo no puedo evitar una sonrisa –sea de alegría o de melancolía- cada vez que escucho a algún pianista en la calle reproducir las notas con las que Yann Tiersen acompañó a las imágenes de Jeunet (no todas ellas ad hoc, pero como si así fuese), en una selección musical que ha quedado igualmente para la posteridad.
Lo que sí acarrea el paso del tiempo es la retrospección, que en el caso del cine conduce inevitablemente a una pregunta: ¿ha envejecido bien esta película? Yo digo rotundamente que sí. Obviando ya (que no es poco) el exquisito encanto de sus imágenes y de la amalgama de emociones que despierta su banda sonora, de un fábula de "lo pequeño", con el estilo tan característico de Jeunet –en lo visual y lo narrativo- y un escenario tan icónico y reconocible como Montmartre -no exento en el mundo real de gentrificación, como cualquier otra ciudad europea con una ingente afluencia turística- se construye un relato con alcance universal desde el minuto uno.
Porque ese es precisamente el espíritu de Amélie: en primera instancia, ensalzar el encanto, oculto pero inigualable, de las pequeñas cosas de nuestro día a día; y ya en segundo término, como consecuencia lógica de lo anterior, el heroísmo cotidiano de hacer el bien sin mirar a quién, para poder, eventualmente, hacernos el bien a nosotros mismos. Son justamente esos pequeños bocados de alegría diaria y espontánea los que, adecuadamente ensamblados, construyen eso que llamamos felicidad, pero que no siempre encontramos. Ese es, sin duda, el verdadero carpe diem.
Amélie es un visionado indispensable para todo aquel que se defina o se haya definido alguna vez como soñador. Soñadores como Hipolito, escritor desencantado que frecuentaba Le Café des Deux Moulins, donde dejó la frase más emblemática de la película:
"La vida no es más que un interminable ensayo de una obra que jamás se va a estrenar".
La vida, por suerte o por desgracia, no es como la ficción y no siempre se desarrolla como su "autor" se planteó en un determinando momento. Por eso echar la vista atrás puede resultar agridulce y por eso la percepción del tiempo no puede siempre medirse en términos absolutos. ¿Veinte años no son nada o son mucho? Pues, como casi todo en esta vida, depende del punto de vista. Lo que sí puedo afirmar con rotundidad es que estas dos últimas décadas han sido más felices, aunque sea sólo un poco, con Amélie Poulain que sin ella.
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