EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON (2008) de David Fincher

POLVO ERES Y EN POLVO TE CONVERTIRÁS

Por Eloy Van Cleef

"Uno puede maldecir, decir palabrotas y blasfemar, pero, al final, tiene que resignarse", masculla uno de los personajes de El curioso caso de Benjamin Button. Todo mortal sueña con poder emular al caballero cruzado Antonious Block (Max von Sydow) en El séptimo sello (1956): desafiar y engañar a la mismísima Muerte, para, así, tener la más mínima oportunidad de prorrogar el desenlace de nuestra efímera existencia. Sin embargo, tal y como resuelve Ingmar Bergman en su obra maestra, el tercer acto de nuestras vidas será irremediablemente consumado, con o sin demora, y todos conocemos de antemano cuál será el final de la historia. Todos, incluso Benjamin Button, un ser humano cuyo organismo evoluciona al contrario que el de sus semejantes: nació siendo un anciano octogenario e irá rejuveneciendo a cada instante. Su camino es especular al nuestro, pero su destino es exactamente el mismo. Polvo eres y en polvo te convertirás.

Ante esta perspectiva, la película de David Fincher aboga a favor de la siguiente reflexión existencialista: si todos tendremos un final idéntico, lo importante ya no es qué, cuándo ni cuánto vivimos, sino cómo lo hacemos. Si Antonious Block decidía medirse en duelo con la Muerte en la obra bergmaniana, Benjamin Button ha asimilado a ésta como una sombría pero inseparable compañera de viaje. No obstante, el protagonista vive su infancia en una casa de retiro, un espacio donde la Muerte hace periódicamente acto de presencia. Así, Benjamin no tardará en comprender que “todos estamos destinados a ver morir a quienes amamos”.

Pero El curioso caso de Benjamin Button no sólo es una magnífica fábula existencialista. La cinta de Fincher es un absoluto prodigio técnico que fascina en cada uno de sus frentes abiertos: la trágica historia de un amor imposible, el retrato de la voracidad del tiempo, el rechazo a la asunción de lo diferente como agente marginal y la invitación a la reflexión y rectificación de los males de la sociedad occidental del último siglo. El mensaje es turbador: si no volvemos sobre nuestros propios pasos para enmendar el mal que hemos hecho (idea representada por el reloj cuyas manecillas girar en sentido antihorario), la única vía posible de redención y purificación para nosotros será la devastación (simbolizada en el film por la amenaza del huracán Katrina).

 

EL RELOJ DE LA VIDA

Por Julio C. Piñeiro

El tiempo pasa irremediablemente, da igual la dirección en la que avance. Eso es lo que sin duda nos enseña Fincher con esta piedra preciosa, a partir del relato de Francis Scott Fitzgerald, indiscutible candidata a película del año y gran favorita para los Oscar.

El ritmo narrativo que el consagrado realizador le imprime a la película parece conjuntarse, aprovechando la ocasión, con el funcionamiento del peculiar reloj que el gran artesano Mr. Cocteau fabrica para la Estación Central de Nueva Orleans. Fincher consigue sumergirnos en las casi tres horas de metraje sin que tengamos la más mínima tentación de comprobar la hora o acordarnos de nuestras necesidades fisiológicas.

Y es que Benjamin nos emociona, empatiza con nuestras emociones, con nuestros miedos. Puede que sea un resumen de la mayoría de la vidas humanas. Un individuo de buen corazón, con una característica extraordinaria, que pese a gozar continuamente de segundas oportunidades, comprobamos poco a poco que está hecho con la misma materia caduca que todos nosotros, física y emocionalmente.

Una trayectoria vital invertida: inocencia octogenaria, entusiasmo e ilusión con canas, arrugas y alopecia, madurez cuando la crisis adulta, incertidumbre veinteañera, y finalmente, senilidad pediátrica.

Brad Pitt logra la que seguramente quedará como la mejor interpretación de su carrera. Consigue extrapolar sus sensaciones infantiles bajo un cuerpo desgastado, se remonta diez o quince años en su mente conservando su aspecto cuarentón actual, traslada su incertidumbre de presente y futuro a su imagen de joven guaperas que lo hizo famoso, y así toda una serie de anacronismos estado físico/madurez mental. Todo ello apoyado por una sobresaliente labor de maquillaje.

Asimismo es loable el trabajo de Cate Blanchett, incansable todoterreno que nunca decepciona. En este caso, se mete en la piel de Daisy, personaje con el que Benjamin Button comparte sus sentimientos más intensos. Funciona como una especie de anverso de la moneda, un compendio de las réplicas, las impresiones que Benjamin crea en los personajes que conoce a lo largo de su 'invertida' vida. Daisy se siente débil y perecedera ante su extraordinaria cualidad, para luego ir descubriendo progresivamente sus conflictos internos y vitales, que en definitiva no difieren demasiado de los de cualquier persona cuyo reloj biológico funcione normalmente.

De entre los secundarios, llama la atención Elizabeth Abbott (Tilda Swinton), mujer de un embajador inglés, amante de Button durante sus nocturnos y reveladores encuentros en un frío hotel ruso. Tras separarse sus caminos, ella reaparece mucho más adelante en el metraje, en la TV, como la mujer que ha batido impensables desafíos de natación en mar abierto. En este personaje es donde se hacen más evidentes las similitudes que este film puede despertar, a priori, con Forrest Gump o Amélie. O también el Capitán Mike (Jared Harris), hedonista lobo de mar sin remedio, muy influyente en la vida de Benjamin.

Y, al igual que Forrest Gump, pero de manera menos evidente, la película va ambientando el relato en las diferentes etapas de la historia norteamericana del siglo XX, con clara intención de homenajearlas: las dos Grandes Guerras (al final de la primera nace nuestro protagonista), la Gran Depresión (los parados buscando trabajo en el puerto), los locos años cincuenta (las imágenes de Brad Pitt en moto y chupa de cuero tienen intenciones referenciales más que obvias), el movimiento hippie (la llamativa secuencia en que Benjamin y Daisy preparan su nueva casa), etc.

El estilo visual y narrativo guarda una tendencia, en general, clásica, con toques lumínicos y coloristas, que pueden recordar a las imágenes de Jean-Pierre Jeunet. Por tanto, no tiene casi nada que ver con los trabajos anteriores de Fincher, tanto el estilo videoclipero de El club de la lucha o Seven, marca de la casa, o la opción sobria y realista de la reciente Zodiac. Pero en momentos puntuales, como en la historia de Mr. Cocteau, o la secuencia de coincidencias previas al atropello de Daisy, Fincher no resiste la tentación y se homenajea a sí mismo, apelando especialmente a sus seguidores, aunque siempre camuflado bajo el look general de la obra.

Francis Scott Fitzgerald puso los cimientos hace más de 80 años. Una gran producción, con un excelente plantel técnico, sirvió de soporte a la cúpula central, la interpretación de Brad Pitt. Todo ello coordinado por el genuino arquitecto David Fincher. Innegable consagración para ambos, que entran a forman parte del salón de los virtuosos del séptimo arte.

Ahora que el reloj de Mr. Cocteau funciona hacia delante, la cuenta atrás es aquella que acaba el próximo día 22, en la gala de los Oscar.

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