CINEUROPA 2016: LA CRÓNICA (I)
REFLEXIONANDO SOBRE LA IDENTIDAD
Hay ciertos momentos, ciertas fechas con valor simbólico, que se prestan a la reflexión y a la reformulación de la identidad. Los años otorgan perspectiva e invitan a mirar los aciertos y errores del pasado, así como a afrontar los cambios necesarios para encarar el futuro de una forma satisfactoria. Y sobra decirlo, pero Cineuropa, como cualquier proyecto que acumula 30 ediciones, no es ajeno a estas dinámicas.
Llegado a este punto, el festival afronta hechos que condicionan su forma: retos económicos (programar un festival de calidad y duración con un presupuesto que ha menguado en los últimos años), la presencia de nuevos actores cinematográficos en Santiago de Compostela (la creación hace más de un año de los cines Numax) o la posición que debe tener el festival respecto a los acontecimientos que vive nuestra sociedad (crisis política, económica y cinematográfica a nivel nacional e internacional).
En ese sentido, el festival ha tomado nota y avanza con paso decidido y los deberes hechos hacia el futuro. Incorpora una selección más que interesante (destacan las últimas películas de Maren Ade, Hong Sang-soo, Asghar Farhadi, Óliver Laxe, Albert Serra o João Pedro Rodrigues) que hace que no echemos en falta demasiadas películas (solo faltarían Lav Díaz o Matías Piñeiro, quizás Julia Ducournau para completar un cartel redondo). Sus secciones paralelas y retrospectivas se nutren de fenómenos escasos y muy necesarios en nuestros días: utopías políticas (el ciclo dedicado a los Tupamaros) y formas de arte que radiografíen nuestras miserias (en esto el Polar francés siempre ha sido alumno aventajado). Para completar sus decisiones, el festival incorpora a Numax como nueva sede (Cineuropa es un magnífico escaparate para una sala que programa propuestas dirigidas al mismo target cinematográfico) y mantiene una programación que, en conjunto, reflexiona sobre un tema común: la identidad de nuestra sociedad y, en consecuencia, del cine que produce.
Llama la atención por ello la mejor película vista hasta ahora en el festival. Mimosas ya demostró su valía con el Premio de la Semana de la Crítica Internacional en Cannes pero es, ante todo, una confirmación de la versatilidad y el talento de Óliver Laxe. También es un filme híbrido: una película de aventuras metafísica que expande los límites del género a la vez que tiende puentes entre dos culturas (y por eso es más necesaria que nunca en nuestros días).
La premisa argumental es sencilla (una caravana que busca llevar el cuerpo de un sheikh hasta su lugar de entierro deseado), pero rápidamente se erige como algo más: un manifiesto en favor de la fe, de lo sensitivo y lo irracional, como guía conductora del cine y la vida. Sus personajes se encuentran perdidos en ese paisaje único que es el Atlas marroquí, como los de Meek's cutoff, aquella obra maestra de Kelly Reichardt lo estaban en el desierto americano. Pero mientras que en la película de Reichardt la figura del guía se traducía en una suerte de administración Obama, Mimosas se centra en definir un estado de ánimo y una carestía vital de dirección que solo puede ser resuelta con un profundo autoconocimiento fruto de una experiencia límite y la aceptación de lo irracional como fuerza motriz del mundo (y del cine).
Otra de las propuestas destacadas de esta primera semana de festival también ofrece una reflexión sobre la sociedad europea actual. Frantz es sin duda una vuelta al Ozon de primer nivel, al de En la casa, pero a la vez se erige como una reflexión sobre los fantasmas que permanecen una vez terminado un conflicto armado. Unos fantasmas, los de la Primera Guerra Mundial (muy pertinente traerla a colación cuando se cumplen 100 años de la contienda y a la vez que vemos resquebrajarse la UE) que asoman de forma constante a lo largo del relato para afectar a la vida y las decisiones de los personajes. Para poder superar sus traumas (la muerte de un hijo), estos se apoyan en la ficción, en una mentira continua y piadosa que mantiene en un comatoso estado los odios, aunque las heridas todavía sigan abiertas. Un tema contado por un director francés desde el punto de vista de una población alemana (argumentalmente heredado del filme original de Lubitsch) pero que tiene una dolorosa vigencia para el público español, acostumbrado a forjar su identidad colectiva basandose en la mentira, las heridas abiertas, la amnesia y los pactos continuistas.
Por el camino se mantienen algunas de las obsesiones de Ozon, como el poder de la ficción, los juegos de poder interpersonales y una interesante reflexión sobre las pasiones amorosas ocultas en forma de amor necrófilo que recuerdan, y mucho, al mejor Hitchcock, el de Vértigo. Sólo se le puede reprochar una cosa: no haber conseguido reproducir el poder humanista que tiene el discurso de Lionel Barrymore en la película original, todo un resumen de la culpa y desolación universal de aquellos padres que han perdido algún hijo en un conflicto armado.
Existe otro buen número de títulos que, durante la primera semana del festival, han reflexionado sobre nuestra sociedad y su legado cinematográfico. Juntos muestran algunas de las diferentes formas que tiene el documental y la ficción contemporáneas para abordar algo tan complejo como el retrato de las figuras populares y las comunidades estigmatizadas de nuestro entorno. Buena muestra de ello son dos películas antagónicas en forma y fondo, La muerte de Luis XIV (Albert Serra) y Helmut Berger, actor (Andreas Horvath). Ambas retratan a figuras fundamentales del cine europeo, Jean-Pierre Léaud (sobran las palabras) y Helmut Berger, actor y amante de Luchino Visconti. Pese a ser la primera una película de época centrada en los últimos días de vida del monarca absoluto por antonomasia, la presencia y la corporeidad (pero también el conocido gusto de Serra por las sentencias rotundas) hacen que la identidad del actor tome el protagonismo de la película e invitan a añadir un nivel de lectura ineludible: el del anuncio de la decadencia y muerte del modelo cinematográfico por antonomasia en la segunda mitad del XX, el de la francesa política de autores de Cahiers du Cinema.
Que el cine produce monstruos lo debía tener muy claro John Waters cuando nombró Helmut Berger, actor su película favorita en 2015. El documental de Andreas Horvath parece construido sobre las ruinas de una tradición cinematográfica caduca, por no decir podrida ya, como es la de los directores y actores estrella europeos. Poco queda de esa antigua estrella del cine, nombrado hombre más guapo del mundo y amante del genial Visconti. En la actualidad Helmut Berger es una caricatura de si mismo, un bufón hipersexualizado que parece salido de una de las peores novelas de Houellebecq. Su indefensión tiene un componente frívolo e infantil que poco invita a la empatia del espectador, a la que tampoco ayuda los contantes sabotajes que el actor hace del documental (con detenciones, insultos, borracheras y peticiones de índole sexual). Por eso el documental se define en un constante estado de comienzo, como si lo planeado en un primer momento nunca se hubiese llegado a grabar. Casi como por resentimiento Horvath termina por retratarlo con una mezcla de odio y exhibicionismo que expulsa completamente al espectador (cuando no lo escandaliza, como pasó en Venecia) y lastra el resultado final de un documental que no permite opinión intermedia.
Si estas dos películas ofrecian una visión muy poco amable del cine y sus iconos en los últimos años, Cineuropa también muestra en su selección de este año la multiplicidad de visiones que el documental actual muestra sobre las poblaciones occidentales emprobrecidas. Lo hace con dos títulos The Nine (Katy Grannan) e Il Solengo (Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis). La primera ofrece un retrato duro, cercano al exhibicionismo, de una comunidad californiana destrozada por la pobreza y la drogadicción. Es una película irregular y feísta que se empeña en hacer todavía más grande el trabajo de Pedro Costa en el barrio de Fontaínhas, pero que redime en una escena del mismo modo en que The act of killing se validaba en su confesión final. Es el momento final en que la prostituta protagonista confiesa un crimen realizado hace años, un momento auténtico que devuelve la fe en el poder catártico del proceso cinematográfico.
De otra forma completamente distinta de relacionarse con una comunidad surge Il Solengo. La ganadora de Doclisboa 2015 muestra una comunidad rural de cazadores situada en un lugar indeterminado y bosques de Italia. La reunión de un pequeño grupo para recordar un habitante que durante años vivió como un ermitaño en la montaña sirve como excusa para trazar los elementos y característicos constitutivos de una comunidad rural. El relato oral, la cocina o el paisaje son elementos que aparecen retratados sin condescendencia ni feísmo, con un respeto y un sentido del humor que hacen ganar enteros al resultado final.