SIMÓN DEL DESIERTO (1965) de Luis Buñuel
Simón del desierto (1965) no sólo es una cinta magnífica, sino una obra fundamental para comprender la biografía y filmografía de Luis Buñuel (dos aspectos que han estado siempre íntimamente ligados, hasta el punto de no poder comprender una sin conocer la otra). Este film supone, por una parte, la continuación de la línea teológica que Buñuel había comenzado con Nazarín (1959) y Viridiana (1961) y completaría, posteriormente, con La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969). Además, Simón del Desierto será la última película que el director de Los Olvidados (1950) ruede en México, poniendo así punto y final a la etapa, según la mayoría de los teóricos de su obra, de mayor esplendor del cine buñueliano. Por último, no es menos importante señalar los problemas de producción que afectaron a este proyecto, inicialmente concebido como un largometraje y finalmente ejecutado como un genial, pero incompleto, mediometraje de 42 minutos.
Una de las mayores obsesiones del obstinado Buñuel a lo largo de toda su filmografía fue su continuo y feroz ataque contra los estamentos de la iglesia católica y contra todo tipo de fanatismo religioso, ideológico o artístico. Así, el realizador de Calanda, que había sido educado en su adolescencia por los jesuitas de Zaragoza, comprendió y cargó desde edad muy temprana contra los perjuicios contra la libertad del ser humano que inflingía la moral católica, empeñada en reprimir los deseos terrenales en favor de una espiritual racionalidad puritana.
Así, este “ateo por la gracia de Dios”, como le gustaba autodefinirse, se erigió como azote de los castrantes valores cristianos ya desde su debut cinematográfico con Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) y, sobre todo, con su segundo cortometraje La edad de oro (L’age d’or, 1930); obras ambas en colaboración con Salvador Dalí y de una relevancia capital para comprender el ideario surrealista reivindicado por los Breton, Éluard y Aragon.
Así, este “ateo por la gracia de Dios”, como le gustaba autodefinirse, se erigió como azote de los castrantes valores cristianos ya desde su debut cinematográfico con Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) y, sobre todo, con su segundo cortometraje La edad de oro (L’age d’or, 1930); obras ambas en colaboración con Salvador Dalí y de una relevancia capital para comprender el ideario surrealista reivindicado por los Breton, Éluard y Aragon.
A pesar de que este constante ataque a la moralidad cristiana está presente prácticamente en toda su filmografía, se muestra de un modo completamente manifiesto en las ya citadas Nazarín y Viridiana, en las que Buñuel se sumerge con su característica ironía en las fuertes contradicciones y nulo pragmatismo de los misterios de la fe. Así, al igual que sus dos predecesores, Simón (interpretado magistralmente por Claudio Brook) es un personaje sujeto a una brutal lucha interior entre la perseverancia con la que se entrega al reino de los cielos y el acecho de las tentaciones del mundo terrenal. Esto queda magistralmente de manifiesto al mostrarnos a Simón como un asceta encaramado a lo alto de una columna en cuya base superior podemos observar un cuadrilátero formado por cuerdas, a modo de improbable ring.
Esta columna, a la que se le han atribuido características fálicas, según algunos autores, es definida por el propio Buñuel como un cirio, cuya llama sería el firme anacoreta, inspirado en la figura de San Simeón el Estilita. Este personaje histórico había fascinado al director aragonés ya en sus tiempos como estudiante en la Residencia de Estudiantes de Madrid, cuando su amigo Federico García Lorca le había animado a leer La leyenda áurea.
De este modo, Simón manifiesta su libertad aislándose del terrenal mundo y de sus gentes. En este sentido, es magnífica la asociación que Buñuel establece entre la Madre Tierra y la madre de Simón, que espera con ansia volver a reunirse con su hijo. En su retiro, el eremita es tentado una y otra vez a través del Diablo, que incluso llega a manifestarse en carne y hueso a través de una bellísima Silvia Pinal, quien llega a asegurar a Simón que en el reino de las tinieblas, “ni están todos los que son, ni son todos los que están”.
La impronta buñueliana queda patente en algunos magníficos momentos de sobresaliente lucidez creativa, como el uso ya célebre que del humor hacía el de Calanda. Así, la corrosiva hilaridad de la escena en la que los monjes sirios replican con “¡viva!” y “¡muera!” a un colega exorcizado es de un sarcasmo superlativo (especialmente la broma de la apocatástasis). Del mismo modo, encontramos en Simón del desierto personajes muy presentes en la filmografía del autor, como la figura de la madre omnipresente, el enano con dignidad o la representación femenina del diablo, como ya había sucedido en Susana: carne y demonio (1951).
Por supuesto, típicamente buñueliano y tardíamente surrealista es el desenlace del film, en el que un avión se lleva a Simón y a Lucifer desde su atemporal desierto hasta La Gran Manzana, donde ambos asisten a un club donde poseídos adolescentes entregan sus cuerpos al pecado, en este caso simbolizado por el frenético baile de la canción interpretada por ‘Carne Radioactiva’.
Al hablar de la gran importancia que este mediometraje tiene a la hora de analizar la figura de Luis Buñuel, hemos señalado que el mismo había sido el último proyecto de la etapa mexicana del de Calanda, la más prolífica de su carrera, en la que llegó a realizar dieciocho de sus treinta y dos películas. Tras sus inicios surrealistas en el París de las vanguardias, sus años en España como productor de éxitos comerciales en Filmófono y su forzado exilio de nuevo en París y luego en los Estados Unidos, Buñuel dio con sus huesos en México, un país por el que, sin embargo, no mostraba excesiva admiración.
A pesar de esta supuesta animadversión hacia Latinoamérica, el director español vivió durante estos años su renacer como artista, adquiriendo allí un estatus de realizador pragmático, efectivo y económico que lo hicieron célebre. De hecho, en este país firmó algunas de sus grandes obras maestras, como, además de las citadas, El bruto (1952) y El ángel exterminador (1962). Pero, a pesar de su grandeza contrastada, Buñuel nunca llegó a contar con el apoyo unánime de la industria cinematográfica del país azteca, lo que explica lo que ocurriría con Simón del desierto.
Como habíamos señalado anteriormente, este film había sido diseñado como un largometraje, pero los graves problemas económicos que padeció su productor, Gustavo Alatriste (con el que Buñuel también trabajó en Viridiana y El ángel exterminador), impidieron que muchas de las escenas que el director había incluido en su guión nunca fuese rodadas. Así, Buñuel tenía que reescribir una y otra vez cada escena, a fin de poder filmar con los escasos recursos con los que contaba. A pesar de que la situación crítica de Alatriste era conocida, nadie estuvo dispuesto a tomar las riendas del proyecto sustituyendo al productor, por lo que Simón del desierto nunca llegó a ser la obra que Buñuel había concebido. Sin embargo, esto no impidió que esta sea una de los más significativos films de su filmografía.
A pesar de la precariedad de medios y personal, Buñuel logra importantes logros técnicos en esta cinta, como, por ejemplo, los continuos y elegantes movimientos de cámara alrededor de la altísima columna sobre la que se postra Simón, alternados con poderosos planos y contraplanos que subrayan el abismo entre la espiritualidad del mundo de los cielos y la banalidad de un mundo terrenal infestado por el pecado y las tentaciones. Tentaciones como las hermosas piernas femeninas, ese oscuro objeto de deseo tan presente en la obra de Buñuel. De hecho, el aragonés había transformado su fascinación por el famoso “milagro de Calanda” (un hombre a quien la divinidad le había devuelto su pierna amputada) en un obsesivo fetichismo tan bello como endiabladamente erótico, tal y como quedaría bien patente en la figura de la Catherine Denueve de Tristana (1970).
FICHA TÉCNICADirección Luis BuñuelProducción Gustavo AlatristeGuión Luis Buñuel y Julio AlejandroFotografía Javier FigueroaMúsica Raúl LavistaMontaje Carlos SavageDuración 42 minutosFICHA ARTÍSTICAClaudio Brook (Simón)Silvia Pinal (El Diablo)Hortensia Santoveña (Madre de Simón)Jesús Fernández (Pastor enano)Enrique García (Hermano Zenón)
De hecho Fallen Angels no me gustó demasiado si la comparo con Chungking Express, mi favorita indiscutible de Wong Kar-Wai, o por ejemplo Happy Toguether (que vi el otro día), My blueberry nights... Lo cierto es que me gusta mucho este director.
Es muy interesante vuestro blog!