LA CLAUSTROFOBIA DE LOS LOBITOS – '7 AÑOS', de Roger Gual
Las situaciones límite sacan a relucir la auténtica naturaleza humana, en especial en lo que a lo malo se refiere. Habrá entre los que lean estas líneas que haya participado o incluso dirigido algún seminario o taller sobre mediación, gestión de conflictos, etc. Pero en ningún caso simulaciones del fenómeno podrían igualar en alcance y esencia al descarnado evento de una situación límite real, en un escenario progresivamente claustrofóbico, que el equipo creativo detrás de esto, primera producción propia de Netflix en España, ha sabido recrear con un acierto y una finura admirables.
El caldo de cultivo de este argumento, tan al grano e in crescendo (ventila diferentes capas del conflicto, complementarias, en apenas una hora y cuarto), se antoja de rabiosa actualidad en la coyuntura nacional, en particular, pero de occidente, por extensión. De esos nuevos ricos que se consideran estafados por la alta presión fiscal a la que son sometidos, la que les impide una mayor acumulación y por tanto un tren de vida cada vez más consumista y derrochador, cual lobo de Wall Street en la era de las startups. De ahí del trazado de un crimen (fiscal) perfecto que, como es de esperar, acaba fracasando, y entonces llegamos al meollo del conflicto: uno tiene que pringar para que el resto y la empresa se vayan de rositas, pero somos tan miserables como personas que, incapaces de decidirlo por nosotros mismos, recurrimos a la ayuda de un experto externo.
Un calculado y tenso guión de los noveles José Cabeza y Julia Fontana, bajo una premisa de habitación cerrada a lo Agatha Christie, encuentra su batuta ideal en Roger Gual, una mitad (la más afortunada a posteriori, visto lo visto) del tándem que nos brindó la más que notable Smoking room, a la que el cineasta se encarga de dedicar reiterados guiños a lo largo del metraje. Con antecedentes que pueden encontrarse desde en clásicos como La huella hasta en destacadas de la cinematografía nacional como El método, el realizador catalán incorpora sus influencias del movimiento Dogma 95, plasmadas en su ópera prima, al registro de thriller de corte psicológico que requiere un relato de este tipo, tanto en la composición visual (largos planos y movimientos de cámara que evitan el más que mascado plano-contraplano) como en la dirección de actores, menos “naturalista” pero con evidente espacio para la recreación.
El repóker actoral se complementa a la perfección y da sentido y fuerza a la película, gracias a unos personajes muy acotados pero bien escritos que sirven como anillo al dedo a cada uno de sus intérpretes. Desde una Juana Acosta un tanto sobreactuada pero permanentemente magnética hasta un Paco León libre de histrionismos en su cambio de registro en la piel del “rival más débil”, pasando por un eficazmente frío y contenido Àlex Brendemühl o la positiva incorporación (trabajazo de acento mediante) del colombiano Juan Pablo Raba, Gustavo Gaviria en Narcos.
Pero sin duda el pegamento de todo esto, en consonancia con el rol de su personaje dentro del relato, es Manuel Morón, aún más contenido y serenísimo en su encarnación del mediador externo (una “función” que ya le vimos cumplir en Celda 211, entre otras), una figura latentemente inquietante, juez discreto de las miserias humanas expuestas a lo largo del metraje, mesiánico a la vez que sutilmente diabólico.
Sin duda, un gran arranque de la producción propia de Netflix en nuestro país. Que sea la primera de muchas.