BIGGER THAN LIFE – ’127 HORAS’, de Danny Boyle
127 HORAS – 127 hours (2010) de Danny BoylePor Pablo Giraldo
Sirva el estreno con tan breve intervalo de tiempo de dos películas como Buried y 127 horas como ejemplo de cómo dos historias con premisas tan semejantes pueden llegar a alcanzar planteamientos tan formalmente opuestos. Ambas son cintas meritorias por muchos motivos –el principal entretener con una historia de acción que mantiene estático a su personaje principal–, pero mientras la primera es la expresión más rígida, oscura y claustrofóbica de la lucha por la supervivencia en tiempo real, la segunda viene a ser su más completa némesis, un retrato esperanzador sobre la capacidad de superación del ser humano, con un punto trascendental, no exento de humor y, sobre todo, recargado de trucos.
Paradójicamente, todos esos motivos funcionan tanto para defender la libertad formal de Boyle como para denostarla, una circunstancia que convierte al inglés en uno de los pocos directores cuyas virtudes son al mismo tiempo sus peores defectos y viceversa, según el ojo que lo juzgue. Una dicotomía que, para bien o para mal, 127 horas no va a hacer desaparecer, más aun a sabiendas de que de un tiempo a esta parte, criticar ‘el buenrollismo según Danny Boyle’ parece ser tendencia desde que firmara la (¿controvertida?) Slumdog Millionaire.
Más allá de polémicas pasadas –las presentes parecen centrarse en si se recrea o no en los aspectos más macabras de esta historia, cosa que a mi juicio no hace–, está claro que aquel director que en firmara Trainspotting ahora es una suerte de MacGyver tras la cámara, un hábil gurú de imágenes que, a golpe de videoclip, envuelve al espectador en un despliegue visual sin precedentes cuyo catálogo de trucos incluye, entre otras licencias, la multicámara, las risas enlatadas, las secuencias con videocámara doméstica o los spots televisivos. Un estilo muy personal que puede resultar tan barroco como efectista, pero lo cierto es que cuesta creer que existan mejores recursos fílmicos para recrear el dolor y el morbo de su escena más comprometida –tan esperada como angustiosa–, que los que aquí se utilizan. (¿hay mejor efecto de sonido para sesgar los nervios de un brazo, mejor puesta en escena o mejor interpretación?). Lo mismo respecto al resto, los nada dañinos flashbacks, las ensoñaciones de su protagonista –a la cabeza la recreación de un programa de televisión matutino de esos en los que no es raro ver al propio James Franco colaborar habitualmente–, la música de un excesivo A.R. Rahman o las tan comentadas escenas hiperrealistas. Sí, es una cuestión de forma que admite toda clase de opiniones, pero todo está tan meticulosamente armado –desde cómo debe viajar la ligera cámara de Boyle por las grietas de la gruta hasta cuándo debe aparecer el título de la película– que resulta de lo más atractivo y nada predecible tratándose de una historia de la que el espectador más aventajado ya conoce su desenlace.
Pero en una sima como en la que se encuentra atrapado su protagonista es lógico que, más allá del afán de supervivencia, haya hueco para la trascendencia, para la reflexión acerca de la irreversibilidad de nuestros actos más rutinarios y cómo estos comprometen nuestra vida por muy fútiles que sean. “Esta roca ha estado aquí esperándome desde el principio de los tiempos”, se pregunta James Franco en boca de Aron Ralston. Lo mismo sucede con el viaje emocional del montañero y que él mismo relata a su videocámara, desde su mensaje de despedida hasta sus proyecciones de futuro. Un loable intento por parte de Boyle de dignificar una película que, sobre el papel, podría calificarse de autoayuda.
Fuera de discusión está el carisma de un pletórico James Franco enfundado en un papel ‘bigger than life’ y único líder de una historia que, solo al final, se ve tentada por el sentimentalismo. Ese mismo que al salir del cine provoca un placebo de lo más satisfactorio en unos y un cabreo difícil de olvidar en otros.
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