Y EL TREN DESCARRILÓ – MAD MEN
Parece mentira. Parece mentira que llevemos ya seis años con esta serie, pero algunos todavía no hemos acabado de digerir que el año que viene será el último, y que sólo Matthew Weiner y su selecto equipo de guionistas saben, o tienen idea, del destino final de Don Draper, el personaje más profundo y carismático de la televisión moderna, con permiso de Tony Soprano. La temporada que nos empezó descubriendo las raíces de su impulsiva e irrefrenable promiscuidad acabó siendo la temporada con mayores y más radicales cambios argumentales, en lo empresarial, en lo relacional y finalmente en el propio Don, que hasta el último minuto se estaba salvando relativamente de una quema que tendría que llegar tarde o temprano.
Desde el primerísimo capítulo vimos que este impostor era el perfecto ejemplo de la doble cara del sueño americano en su esplendor económico, del American way of life: un animal herido y magullado con piel de lobo. El alcoholismo y el adulterio no eran el todo sino dos de tantos pilares de su endeble ser. Agotado desde hace un tiempo el revitalizante “efecto Megan”, se entregó a las destructivas pasiones de un adúltero idilio con una femme fatale doméstica de la burguesía neoyorquina... una enorme Linda Cardellini, en su mejor papel desde Freaks & Geeks. La fuerza de su presencia en la temporada consiguió dejar en un completo segundo plano emocional el repentino pero deseado reencuentro sexual con Betty.
Nunca llegó a funcionar del todo en las relaciones de pareja, falló estrepitosamente en los momentos clave de la paternidad,... y finalmente, ni su impresionante brillantez y espontaneidad creativa ha podido evitar su naufragio también en el terreno profesional, un terreno en el que llevaba tiempo jugando con fuego. El barco ya hacía aguas desde hace tiempo, y el tren, de tan desbocado, acabó descarrilando. Ya no sorprende ver a Draper en los calabozos, pero siempre nos costó creer que llegaría un momento que sus socios dijesen basta.
Lo cierto es que esta trayectoria individual, completamente lógica, se inserta, no necesariamente con una relación causa-efecto, en una especie de subtexto (o supertexto) argumental general, ya adelantado en la pasada temporada, de proliferación del delirio, la alucinación (espontánea o provocada) y la neurosis cada vez más explícita. El capítulo 6x10, la “historia de dos ciudades”, parafraseando a Dickens, supuso toda una declaración de intenciones al respecto, y que, sin anestesia previa, estuvo a punto de marcar el destino inmediato de la trama por una dirección impredecible. La posibilidad de ver a nuestro protagonista mudarse a California me atraía sobremanera, y es más, hasta me haría quedar como un visionario en mi empeño en afirmar que Hank Moody es la versión trasnochada y lisérgica de Don Draper. Por desgracia (o no), esa puerta no va a ser cruzada finalmente, ni probablemente lo vaya a ser nunca.
Pero, elucubraciones teóricas aparte, el grado creciente de delirio, onirismo y excentricidad explícitos consigue que la serie se parezca cada vez más a una de sus influencias más certeras y significativas, A dos metros bajo tierra. O quizás sea sólo mi obsesión por buscar en todos lados fantasmas de un relato que tanto añoro, pero la tensión, latente y silenciosa, que me hizo sentir el momento en que la casa de Don y Megan era allanada por una atípica ladrona con los niños solos dentro (6x08), me evocó, en su pequeña dosis, aquel sobrecogedor That's my dog (4x05) de la serie de Alan Ball, en el cual Dave Fisher (Michael C. Hall) recoge un autoestopista que lo acaba secuestrando y convirtiéndose en su peor pesadilla durante todo un episodio... puede que el capítulo televisivo más me haya capturado el corazón en un puño.
Sumando todo ese mosaico de lances puntuales, desde la avioneta temeraria de Ted Chaough hasta el accidente cinegético de Cosgrove pasando por los incidentes en el apartamento de Peggy, con el descenso a los infiernos de Draper como columna principal, además del rocambolesco destino de la madre de Pete Campbell, la personalidad ambigua y enigmática de Bob Benson (la mejor incorporación desde Megan) o los desvaríos intermitentes de ese gigante aún dormido que es Ginsberg, llevan la conclusión a otros niveles. Quizás, más que una versión de época y altoburguesa de A dos metros bajo tierra o una gran precuela (muy libre) de Californication, ¿no estaremos realmente ante la única y verdadera antesala de American psycho y su espeluznante universo?
Sea como fuere, nunca una temporada nos había brindado tantos cambios, tan profundos y tan seguidos. Los que durante tanto tiempo fueron los malos de la película se tornaron en gente de la casa, con Miss Olson volviendo a sus orígenes más pronto que tarde, y tanto. Sin embargo, los caprichos del destino han querido que el factor que cambió el rumbo de la compleja y encarnizada relación personal y profesional (indivisible ya a estas alturas) entre Peggy y su mentor, aquel mismo que estuvo a punto de monopolizarla por donde no nos lo esperábamos, ese mismo acabó desapareciendo de repente, tras un as en la manga de Draper que le acabó reventando en su propia cara, y dejándonos, no con una intrincada vuelta al 'status quo', sino a su superación instantánea, con la propia Peggy ocupando el sillón (temporalmente) vacío del “gran jefe” a la par que lidia con la mayor de las frustaciones... que no es precisamente profesional.
Una temporada que, al fin y al cabo, se acerca cada vez más a esa realidad social, política y cultural (la apertura a experiencias psicotrópicas no deja de ser una parte de ese todo) con la que los personajes inevitablemente tendrían que lidiar aunque su trabajo consista precisamente en crear un mundo ficticio y que parezca real. Esas clases de historia que tanto gustan de la serie han sido por tanto más intensas, con mayor incidencia en los protagonistas, y aún se vienen unas elecciones y la fase más cruda de Vientam, ahí es nada. Mientras tanto, ya nos ha tocado lidiar en apenas dos meses con dos asesinatos tan relevantes como los de Martin Luther King y Bobby Kennedy.
Sólo me queda añadir un pero a una serie que siempre se ha caracterizado por lo brillante y redondo de sus guiones, pero que aquí me temo que han patinado ligeramente en el momento causante del gran giro final de la temporada. Por supuesto que la narrativa ha sido generalmente excelente, por momentos igualando a su mejor nivel (superarlo ya es imposible). El desarrollo del personaje de Bob Benson o todo lo que rodeó y provocó, en múltiples direcciones, la trama del hijo de Arnold y Sylvia, son ejemplos de esa narración perfecta cuya fórmula mágica parecen guardar con llave Weiner y sus pupilos. Y hasta se permiten jugar cada vez más con la comedia, con momentos que rozaban, sin aditivos, la carcajada, como las discusiones sobre el nombre de la nueva compañía, refundida, que recordaban a galimatías dignos de Monty Python.
Quizás ese giro tan brusco y aparentemente desmotivado en la exposición de Draper ante los hombres de Hershey's no ha estado a la altura de las consecuencias que ha desencadenado, o puede que viceversa, que semejante vuelta de tuerca en el gran marco argumental de Mad men merecía un catalizador más trabajado y sutil. Ahora, la pregunta del millón: ¿era realmente la única manera de conseguir ese objetivo? O bien, ¿importará tanto al fin y al cabo el 'cómo hemos llegado allí' con respecto a 'qué ocurre una vez estamos allí? Mientras tanto yo como quienes leáis esto pensáis la(s) respuesta(s), escuchemos la sintonía de otro gran final musical para enmarcar.
“Es increíble lo rápido que la gente se inventa mentiras“. No habrá habido líneas de diálogo brillantísimas a lo largo del episodio, que me veo obligado a quedarme con esta, con lo bien que sintetiza el contenido de la serie. Una serie que se centra en la representación de una capa alta de lo sociedad en un momento determinado y cómo esta se empeña en ignorar ese mundo real totalmente diferente al ficticio que crean en sus anuncios. Una gran novela estructurada como el relato de una gran mentira.