FOBIA AL TIEMPO PRESENTE – ‘MIDNIGHT IN PARIS’, de Woody Allen
MIDNIGHT IN PARIS (2011) de Woody Allen
Allen vuelve a recurrir a uno de sus temas preferidos, tocados, en mayor o menor medida, en muchos títulos de su vasta filmografía: la ficción, la fantasía, como vía de escape de una realidad mediocre, frustrante y desesperanzadora. Ya sea la redención en la literatura de los fallos en la vida (Desmontando a Harry), el refugio en las salas de cine y en sus mitos (Sueños de un seductor más claramente, aunque podrían ser muchas), y el caso más significativo y que viene más al caso, esa misma cinefilia llevada hasta sus límites, superando la insalvable frontera entre la butaca y la pantalla (La rosa púrpura de El Cairo).
En esta ocasión, el cineasta consigue darle otra vuelta de tuerca, otro enfoque similar, pero al mismo tiempo, novedoso y nada predecible, llevándolo por el camino de uno de los sentimientos más contradictorios y de doble filo que existen, la nostalgia. Ya no se trata de la añoranza de un pasado lo suficientemente lejano, portador de entrañables recuerdos, pero del que se ha huido puesto que no es más que materia muerta (Cinema Paradiso). Sería más bien el deseo de haber vivido en una época, un momento y un lugar concretos, mucho anteriores al propio nacimiento, al propio uso de razón, de los cuales sólo nos han llegado las crónicas más positivas y mitificadoras.
Partiendo de su arquetipo de personaje curioso y soñador, desasosegado y desencantado con su vida, con su momento presente, va tejiendo, con su particular ritmo, la dialéctica del llamado “síndrome de la Edad de Oro”, una manera conscientemente petulante y pseudocientífica de denominar a ese tipo de sentimiento escapista, y consigue, en última instancia, llevarlo a sucesivos niveles. Si bien se demora más de la cuenta en arrancar estas premisas, la gran habilidad elíptica de Allen queda patente una vez más, y esos viajes en el tiempo sin máquinas complejas ni habilidades extraordinarias, se dibujan con bordes invisibles, únicamente con una marca simbólica, sin que se sienta en ningún momento la necesidad de una lectura verosímil y realismo. Hasta es capaz de aprovechar este misma mecanismo para regalarnos un gag inesperado e hilarante hacia el final de la película, una propina inmejorable.
Más que una carta de amor a la propia París (a la que dedica una sucesión de estampas excesivamente larga e innecesaria en el prólogo), es un canto a sus mitos artísticos y culturales, a sus diferentes épocas de esplendor, al impresionismo, a la bohème, a las vanguardias, siendo la noche parisina su inconfundible caldo de cultivo (y encuentro). Los Fitzgerald, Gertrude Stein, Hemingway, Picasso, Dalí, Buñuel, Toulouse-Latrec, Degas,... la noche estrellada, literalmente, como ya anticipa el mismísimo cartel de la película. El cineasta no abusa, como sí podría, de las infinitas posibilidades de juegos referenciales (hacia dentro y hacia fuera), como el protagonista interviniendo, con evidente ventaja cognitiva, en el devenir de esos artistas, de sus obras, dejándonos únicamente la genuina “inspiración” a Buñuel de El ángel exterminador. Un amplio mosaico, en acertado tono de parodia, de todas estas leyendas, a las que rinde tributo y a la vez acaba desmitificando, aceptando su permanencia en el pasado como medida necesaria para un protagonista que, como es inevitable en, debe volver a su realidad, a su presente, y seguir adelante, aunque pasando por la reflexión y finalmente por la aceptación de que realmente ése es su sitio.
Sin embargo, ese retorno final al status quo, con un mayor grado de convicción de la habitual, ocurre en esa particular dimensión temporal, pero no en el plano espacial, en el escenario de experiencias. Al contrario que las protagonistas de Vicky Cristina Barcelona, el reinicio no es completo, puesto que este sí se queda en París, en su noche, en sus estereotipos también negativos pero encantadores a su modo, llevando su mágica y decisiva experiencia al siguiente nivel. Aunque Allen, como refuerzo de esta decisión final, introduce previamente una nueva instancia de ese juego, nada marcado y perfectamente eficaz, de niveles narrativos, pero esta vez a la inversa, siendo ahora la fantasía y la ficción las que dan cuenta, de manera metadiegética, y advierten de las imprudencias que hemos cometido la esfera real (en este caso, presente) y de qué manera el olvido y la dejadez de esta última acaba pasando factura. Pero da igual, porque París cumple su último (y más importante) cometido, encargándose de cruzar definitivamente los camino el destino de dos soñadores destinados a encontrarse, al más puro estilo Amélie.
Por último, la dirección de actores es poco menos que brillante. Owen Wilson se ha convertido en una nueva instancia del personaje “Woody Allen” interpretado por un tercero, una lectura en algún punto intermedio entre la más contenida e insegura, de Kenneth Branagh (Celebrity), y la llevada al extremo de histrionismo y misantropía, de Larry David (Si la cosa funciona), aunque se encuentra bastante más cerca de la primera que de la segunda. Un irreconocible Michael Sheen no es más que otra de sus representaciones monolíticas de la pedantería y la intelectualidad, algo con lo que el director siempre coquetea pero que realmente disfruta atacándolo.
La siempre preciosa, sensual y enigmática Marion Cotillard sería la realización del amor idealizado, de la pareja soñada, mientras que el encanto inocente de Léa Seydoux viene a ser, en su breve pero intensa participación, la versión más posible de la anterior en el “momento presente” (quedémonos con su nombre y su cara, y por favor, nada de parecidos con Anna Torv). De entre todos los tributos/parodias de esos personajes históricos mencionados, destacan Adrien Brody como un (todavía más) excéntrico Dalí y el televisivo Corey Stoll como un Hemingway tan grandilocuente como brancas. Para quien buscase algún tipo de perla referencial en la presencia de Carla Bruni, que se olvide: su personaje es meramente anecdótico, aunque curiosamente instrumental.
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