ODISEA EN EL OCÉANO DE LA MEMORIA – 'EL CONGRESO', de Ari Folman
EL CONGRESO – The Congress (2013) de Ari Folman
2013 dejará para la posteridad dos películas (estrenadas comercialmente en 2014, con notable diferencia de tiempo, al menos en España), que, cada una a su manera, pero en una dirección muy similar, nos han dejado fábulas que se planteaban, nos planteaban, hasta qué punto llegará la relación del hombre con la tecnología y cómo esta podría incluso conseguir reemplazar nuestros instintos y vivencias más básicas. Her lo hizo en clave de dramedia romántica, mientras que El congreso, sensación festivalera del pasado ejercicio, a la sombra de Sorrentinos y Adèles, lleva el discurso a cotas más complejas y grandilocuentes a través de un relato de ciencia-ficción de base clásica pero estructura e interfaz propias, inéditas prácticamente... con el elemento metacinematográfico como seña de identidad distintiva y fundamental para su discurso.
Hace ya casi un lustro (cómo pasa el tiempo), a propósito de todo el revuelo, comercial, tecnológico, cultural y estético, de Avatar, salía a la palestra el debate sobre el futuro de la influencia, en la industria y el arte cinematográficos, del factor humano en general y del actor en particular. Este material sirve de interesante y apasionante premisa de un discurso que posteriormente progresa hacia vuelos mayores, pero que encuentra, precisamente en el factor del cine dentro del cine, la base de su identidad diferencial y única, el ingrediente indispensable de sus cimientos semánticos. Esa dimensión necrófila de la cinefilia, que venera la memoria y el recuerdo de lo pasado y de lo etéreo (piedra angular del Tren de sombras de Guerín) y los necesita cual metadona, cual placebo, se materializa en argumento, sirviendo de cauce significativo a una fábula que transporta esa reflexión futurista sobre la dualidad entre fantasía y realidad más allá de lo que lo han hecho otros títulos contemporáneos como Abre los ojos, Matrix u Origen.
El cine y su star system funciona en este caso como metonimia inicial del imaginario, mutante y multirreferencial (pues posteriormente vemos iconos pictóricos, políticos y hasta religiosos), que alcanza el estado líquido, siguiendo el curso de La persistencia de la memoria de Dalí, y llena el océano sobre el que navega esta particular odisea distópica. El imaginario, más allá de la mercancía consumible que ya es a día de hoy, se vuelve sustancia bebible, distribuida en pequeñas dosis al gusto de consumidor: la pastilla roja evoluciona en ampolla. ¿Su eslogan comercial? La perversión definitiva de las mejores expresiones del lenguaje: Libertad de Elección. La eterna juventud es ya una quimera pasada de moda. La muerte desaparece en pos del "cambio de estado", normalizándose la inmortalidad... pero de una manera diferente a la que esperábamos.
Pero dicha inmortalidad no supone el final del camino, ya que el mercado de la experiencia nunca tendrá suficiente. El talento humano y artístico, que ya ve su hegemonía creativa amenazada en la era digital del presente, sucumbiría finalmente a una suerte de neotaylorismo, de automatización de la experiencia, para mayor gloria y control de magnates capitalistas,... mientras, en cambio, las enfermedades y discapacidades de siempre siguen siendo intratables, incurables. Llegados hasta aquí, sin que el texto necesite llevar dicho reflexión hasta su punto más explícito, el relato se posiciona claramente en la afirmación de lo que supone prácticamente una conclusión innegable del hipertexto de la ciencia-ficción seria: la esencia mercantilista de la distopía, de las causas a los efectos, desde su raíz hasta sus últimas ramificaciones.
Folman no teje un discurso a partir de la dicotomía entre dos niveles de realidad, sino que hace precisamente de difusa la amalgama de dichos niveles de realidad, de su intencional confusión, más allá de Matrix u Origen, un pilar del discurso en sí misma. Una estrategia que se vuelve realmente sólida y eficaz gracias a la combinación (en sucesión, no en paralelo, esto es clave) de acción real y animación, con un marcado y significativo punto de inflexión, sin retorno, en el ecuador del metraje. El desenlace, sin lugar a ambigüedades, arroja un turbador interrogante que traspasa la pantalla: ¿qué nos depara el futuro? ¿La libertad y la felicidad exclusivamente como estado mental, alucinatorio?
El cineasta israelí, que saltó a la escena internacional con la aclamada Vals con Bashir, parte de códigos narrativos y estéticos de la ciencia-ficción clásica (el viaje, la rebeldía ante el todopoderoso sistema, la búsqueda incansable de un elemento del pasado o una historieta de amor más o menos casual) pero imprime, desde luego, un estilo único, mucho más elaborado que el mero juego de texturas. Una acentuada ironía, que va desde la remarcada referencia al Teléfono Rojo de Kubrick hasta la ridiculización de los sentimientos de los robots (parodia sutil del "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?", pasando por Ronald Reagan dando el parte del tiempo), no diluye, sino que refuerza, con momentáneos contrapuntos, ese tono oscuro, distópico, pre-apocalíptico que impera progresivamente a lo largo de la película.
Con inquietantes propuestas como estas (por la naturaleza de su argumento, no por su acabado narrativo y estético, brillante y impecable), quizás no debíamos mostrarnos tan distantes y recelosos hacia lo clásico o lo analógico, hacia las vueltas a los orígenes que de vez en cuando se ponen de moda. La película más redonda del último año, puede que del último lustro, resulta, precisamente como consecuencia de su fuerza, eficacia y excelencia, muy inquietante sobre el futuro de la especie humana en un mundo descontrolado y mercantilizado.
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